Semana Santa, esas largas vacaciones
que, hasta ahora, marcaban el desganado inicio para la cuenta a atrás
de los exámenes finales y el comienzo de un calor asfixiante y
pegajoso que nos iba a acompañar durante demasiados meses.
Echo de menos el olor a Mediterráneo,
el reflejo del sol en el mar, el color que todo adquiere con la luz
del allí, el olor a incienso, el sonido de las cadenas arrastrando,
las espinas, la sangre y las cruces del Nazareno, el chocolate con
mona, el frescor novedoso de las sábanas de verano y las primeras
mangas cortas que erizan la piel.
Mientras tanto, aquí, nada me dice que
la Semana Santa de siempre se corresponde con este espacio-tiempo. Al
contrario, para esta aborigen levantina acostumbrada a ver el frío a
través de la pantalla, todo son signos inequívocos de que vivo en
una eterna Navidad: el mercurio en el termómetro cae por debajo de
los 0ºc y los remonta tímidamente a diario; todos los días caen
diminutos copos de nieve y los canales siguen parcialmente
congelados; a todo el mundo le sigue saliendo vaho por la boca; la
calle parece un interminable anuncio de gorros imposibles y,
sobretodo, sobretodo, encuentro esencial para la supervivencia no
desprenderme todavía de la capa interior térmica que conforman
mallas y camiseta.
La estación del florecimiento y la
vida este año no llega, ni para mí, ni para el resto de holandeses
sin capa térmica. Para nadie salvo para Adonis, nuestro vecino, que desde que lo conozco parece vivir en una eterna primavera.
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