lunes, 1 de abril de 2013

Primavera que no llega


  Semana Santa, esas largas vacaciones que, hasta ahora, marcaban el desganado inicio para la cuenta a atrás de los exámenes finales y el comienzo de un calor asfixiante y pegajoso que nos iba a acompañar durante demasiados meses.

  Echo de menos el olor a Mediterráneo, el reflejo del sol en el mar, el color que todo adquiere con la luz del allí, el olor a incienso, el sonido de las cadenas arrastrando, las espinas, la sangre y las cruces del Nazareno, el chocolate con mona, el frescor novedoso de las sábanas de verano y las primeras mangas cortas que erizan la piel.


  Mientras tanto, aquí, nada me dice que la Semana Santa de siempre se corresponde con este espacio-tiempo. Al contrario, para esta aborigen levantina acostumbrada a ver el frío a través de la pantalla, todo son signos inequívocos de que vivo en una eterna Navidad: el mercurio en el termómetro cae por debajo de los 0ºc y los remonta tímidamente a diario; todos los días caen diminutos copos de nieve y los canales siguen parcialmente congelados; a todo el mundo le sigue saliendo vaho por la boca; la calle parece un interminable anuncio de gorros imposibles y, sobretodo, sobretodo, encuentro esencial para la supervivencia no desprenderme todavía de la capa interior térmica que conforman mallas y camiseta.

  La estación del florecimiento y la vida este año no llega, ni para mí, ni para el resto de holandeses sin capa térmica. Para nadie salvo para Adonis, nuestro vecino, que desde que lo conozco parece vivir en una eterna primavera.


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