jueves, 18 de abril de 2013

Welkom, Schiedam!



  Hace poco más de un mes que pisé Schiedam por primera vez. Un montón de currículums en la mano y en la mochila un plátano, unas galletas y una botella de agua.

  El obligatorio paseo previo para tantear el terreno y tratar de imprimirme valor, ya me había dejado medio entumecida. Hacía un frío horrible. Un frío que, por momentos, quedó aparcado al cruzarme, por fin!!, con algo típicamente holandés: un molino. ¡Qué mono, qué pequeño, voy a echarle una foto!:


  Por fin, abandonado el entusiasmo turista y reunidas las fuerzas para entrar en el primer restaurante, descubro que sonaba 'La Macarena', versión aún más guiri y machacona, a toda mecha. En el restaurante no había vacantes, pero el tono del dueño fue mucho más antipático cuando le dije que venía de España. A la pregunta de si sabía dónde necesitaban a alguien, me respondió que en Schiedam no había ningún sitio donde hiciera falta gente.

  De vuelta al frío de la calle me cagué una y mil veces en cada centímetro de altura extra que sobre el resto de los mortales tenía aquel p*** holandés que tan bruscamente me había echado de su negocio. 'Como toda la gente en este maldito pueblo sea tan rancia como este tipo.... ggggrrrrrr....¡no vuelvo!'.

  Afortunadamente, desde que estoy en Holanda no he vuelto a tratar directamente con una persona tan desagradable. Aquel día en la mayoría de sitios no había trabajo, pero la gente fue más simpática y receptiva. Y vaya que si volví, volví al día siguiente para hablar de las condiciones de trabajo y, al de más allá, empecé a trabajar.

  En este mes he descubierto que Schiedam ni es un pueblo ni es tan pequeño como pensaba, y además, que los molinos que tan pequeños me habían parecido el primer día son, de hecho, los más grandes del mundo.

  Hoy no puedo estar más contenta, doy un paso más en esta aventura en el extranjero: me traslado a vivir a Schiedam. De nuevo, con la inestimable ayuda de Carmen y Lola   :_)

  Schiedam, ¡allá voy!!!!


lunes, 1 de abril de 2013

Primavera que no llega


  Semana Santa, esas largas vacaciones que, hasta ahora, marcaban el desganado inicio para la cuenta a atrás de los exámenes finales y el comienzo de un calor asfixiante y pegajoso que nos iba a acompañar durante demasiados meses.

  Echo de menos el olor a Mediterráneo, el reflejo del sol en el mar, el color que todo adquiere con la luz del allí, el olor a incienso, el sonido de las cadenas arrastrando, las espinas, la sangre y las cruces del Nazareno, el chocolate con mona, el frescor novedoso de las sábanas de verano y las primeras mangas cortas que erizan la piel.


  Mientras tanto, aquí, nada me dice que la Semana Santa de siempre se corresponde con este espacio-tiempo. Al contrario, para esta aborigen levantina acostumbrada a ver el frío a través de la pantalla, todo son signos inequívocos de que vivo en una eterna Navidad: el mercurio en el termómetro cae por debajo de los 0ºc y los remonta tímidamente a diario; todos los días caen diminutos copos de nieve y los canales siguen parcialmente congelados; a todo el mundo le sigue saliendo vaho por la boca; la calle parece un interminable anuncio de gorros imposibles y, sobretodo, sobretodo, encuentro esencial para la supervivencia no desprenderme todavía de la capa interior térmica que conforman mallas y camiseta.

  La estación del florecimiento y la vida este año no llega, ni para mí, ni para el resto de holandeses sin capa térmica. Para nadie salvo para Adonis, nuestro vecino, que desde que lo conozco parece vivir en una eterna primavera.